martes, 17 de junio de 2008

La deuda internacional

EL MUNDO
Lunes, 14 de febrero de 2000
TRIBUNA LIBRE
RUBENS RICUPERO

Principio o final de la mundialización

En 1926, cuando la huelga general se cernía sobre Inglaterra, John Maynard Keynes escribió uno de los grandes opúsculos polémicos del siglo XX, El final del laissez-faire, en el que exponía cómo el libre juego de las fuerzas del mercado no había logrado establecer la armonía entre el objetivo de la eficiencia y el de la justicia y, en cambio, había dado paso a un periodo de incertidumbre económica y crecientes conflictos políticos. Keynes reclamaba un nuevo programa político que abordara los problemas de la necesidad y la pobreza así como los medios institucionales necesarios para llevarlo a la práctica. Tres cuartos de siglo después, los acontecimientos de Seattle nos producen una sensación de regreso al pasado. A lo largo de los últimos dos decenios los políticos de todo el mundo han sufrido la fascinación de un programa de laissez-faire que prometía asegurar una asignación más eficiente de los recursos mundiales y un crecimiento económico más rápido, en particular para los países más pobres. Una rápida liberalización y una competencia vigorosa eran los medios que garantizaban la convergencia de los niveles de ingresos en todo el mundo. Las cosas no han funcionado así.

Tal y como documenta la publicación del FMI «Perspectivas de la economía mundial» de 1999, en el último decenio se ha mantenido la pauta de un crecimiento mundial más lento e inestable que se inició en los años 70. Al mismo tiempo, se han ido ampliando las diferencias de ingresos dentro de los países y entre unos países y otros, y cada vez hay más inseguridad en todas partes.

Quienes se encuentran en los últimos escalones han sido los más perjudicados, pero no se trata de un problema que afecte sólo a los más marginados. Muchos países de renta media han visto también cómo se ha deteriorado su situación en el mercado mundial. La crisis financiera asiática ha puesto de manifiesto lo vulnerables que hasta los países en desarrollo con más éxito y más integrados pueden ser frente a choques desestabilizadores.

Es más, en último extremo, esta crisis ha beneficiado a las economías más ricas ya que han caído los precios de las materias primas, la inflación ha desaparecido y el capital, abaratado, ha dejado de fluir al exterior.

La recuperación que experimentan actualmente los países de Asia ha reparado hasta cierto punto los daños causados a su tejido económico y social. Sin embargo, no se puede negar que los acontecimientos que se desencadenaron en Tailandia en 1997 han alterado nuestras ideas sobre la economía mundial. Habida cuenta de las distorsiones y asimetrías del sistema económico internacional, es prácticamente imposible que los países en desarrollo crezcan a un ritmo suficiente para empezar a resolver sus problemas ancestrales, que sabemos que debe situarse en torno al 6% anual.

La décima conferencia de la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD), que se celebra en Bangkok esta semana, será la primera reunión intergubernamental sobre cuestiones económicas del nuevo milenio. Pretendemos proceder a un debate franco y abierto sobre lo que ha ido mal en la economía mundial en los últimos 20 años, la dirección en la que se encamina y las bases de un programa de acción realista para resolver los problemas del crecimiento lento, la inestabilidad y la pobreza en el mundo actual.

En los últimos años, la UNCTAD ha llamado la atención del mundo sobre los elementos fundamentales de un programa de actuación más positivo, que aúne una integración más profunda de la economía mundial y un crecimiento económico más rápido.

En primer lugar, es necesario mejorar la disponibilidad de recursos y el acceso a los mercados de que disponen los países en desarrollo. Aunque durante los años 90 se registró una recuperación de las corrientes financieras hacia las economías en desarrollo, éstas se centraron en un puñado de mercados emergentes, y con demasiada frecuencia los fondos se dirigieron a inversiones improductivas. Muchos países seguirán precisando de apoyo financiero oficial y medidas de aligeramiento de su deuda durante años.

Ahora bien, a la larga sólo tiene sentido recibir nuevos créditos exteriores si los mayores ingresos de exportación bastan para financiar el servicio adicional de la deuda. Esto significa que los productores de los países en desarrollo necesitan un mayor acceso a los mercados de los países avanzados.

Los países en desarrollo no se han beneficiado de la Ronda Uruguay, en gran parte, a causa del proteccionismo de los países industrializados. Cualquier intento de reanudar las negociaciones comerciales tiene que partir de este punto. En este sentido, nuestra intención es que en Bangkok se empiece la curación, que tanta falta hace, de las heridas abiertas en Seattle.

En segundo lugar, es necesario reducir la volatilidad de los flujos financieros. La economía mundial es hoy más inestable que en ningún otro momento desde la última guerra mundial, y los países en desarrollo son los más vulnerables a estos choques. Hay que evitar una liberalización financiera prematura y adoptar una actitud más tolerante hacia los controles de los movimientos de capital. También se debe prestar mayor atención a las intervenciones sobre los tipos de cambio y adoptar, urgentemente, soluciones innovadoras al problema de la deuda externa.

No cabe duda de que ayudar a los países en desarrollo a prosperar y participar plenamente en el proyecto de mundialización redundará en interés de los países más avanzados. Pero no basta con apelar al interés particular, el alma del mercado. El peligro real es que la crisis del desarrollo con que se cerró el siglo XX se convierta en una crisis de legitimidad para la economía mundializada del nuevo siglo. Colmar este déficit de legitimidad exige ahora iniciativas valientes, en particular de los países más ricos, así como que las decisiones a escala internacional se adopten de forma participativa y efectiva.

Seattle no fue un acontecimiento aislado: los debates sobre la reducción de la volatilidad financiera a corto plazo, en las instituciones de Washington, sobre un acuerdo multilateral relativo a las inversiones, en la OCDE, y el proceso preparatorio de Seattle, en la OMC, reflejaron las prioridades y la predominancia comercial los países desarrollados. La exclusión de los gobiernos de los países en desarrollo de las negociaciones internacionales refuerza el temor que sienten muchas personas a estar perdiendo el control de su propio destino.

Para responder a la exigencia generalizada de mayor transparencia es preciso que las instituciones internacionales se abran a las numerosas voces no gubernamentales que componen una sociedad civil saludable. Algo se ha avanzado en este sentido y en la UNCTAD X pretendemos mostrar la necesidad de una especie de «Parlamento de la mundialización», que se debería establecer en las instituciones internacionales con competencia sobre los derechos humanos, el medio ambiente y los asuntos sociales o relacionados con el empleo.

Su objetivo debe ser ofrecer una alternativa a las manifestaciones callejeras, mostrando que los gobiernos y las organizaciones internacionales tienen en cuenta las preocupaciones y temores legítimos de la gente común.

Pero, como observó Keynes, tenemos que poner un poco de corazón en nuestros proyectos económicos, incorporar un sentido real de solidaridad y reavivar la compasión en los asuntos internacionales si queremos lograr una verdadera integración de la economía mundial.

Porque en último extremo sólo la creencia en la unidad profunda de la Humanidad, en el reparto de las responsabilidades y beneficios de la mayor integración económica legitimarán los esfuerzos desplegados para construir un mundo auténticamente interdependiente.

Rubens Ricupero es secretario general de la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD).

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